Los colombianos nos mamamos del “para allá no voy” de los taxis y encontramos en Uber (y similares) una alternativa muy válida para la insatisfacción colectiva; esa es una realidad incuestionable.
Ahora bien, esta solución efectiva y diversa, supremamente competitiva, compone una violación a las reglas del juego fijadas por el estado para intervenir los mercados de transporte. Sin embargo, lo realmente curioso de la situación es que es un excelente ejemplo de por qué el intervencionismo, mal aplicado, puede resultar devastador para los ciudadanos.
Realmente Uber no es una empresa que brinde servicios de transporte expresamente, la aplicación es un intermediario que conecta oferta con demanda y se ha transformado en una solución efectiva para la movilidad de diversas ciudades de todo el mundo, al tiempo que ofrece una posibilidad de oficio para numerosas personas; se estima que sólo en Colombia 100.000 familias se sostienen gracias a Uber.
El problema entonces no pareciera estar en el campo de las aplicaciones (este sector tiene su propia lista de problemáticas), sino en lo enredado y complejo que resulta para los taxistas competir con este adversario.
Para comenzar, la inversión inicial que debe hacer alguien para tener un taxi no se limita meramente al precio del vehículo, sino que debe comprar un “derecho a brindar servicio de transporte público” llamado el cupo, una figura intangible que se comercializa entre privados con precios que superan holgadamente los cien millones de pesos.
Esto ha generado que menos del 10% de los taxistas en el país sean dueños de sus taxis, la inmensa mayoría son personas que trabajan para alguien más en una profesión sin salario, puesto que del producido diario deben pagar una membresía a una empresa de taxis, gasolina, una especie de seguro, la comisión del dueño del carro y la lavada entre otras cosas y lo que les sobre de toda esa mano de gastos son sus sueldo. Muy pocos están afiliados a salud y casi ninguno aporta a pensión, por lo que es evidente que acusen a Uber de competencia desleal por brincarse todas las regulaciones, sin embargo su pelea está orientada al enemigo equivocado.
Además, el precio de los taxis está regulado por el estado, por lo que muchas veces las aplicaciones pueden cobrar más y ofrecer mejores remuneraciones para sus empleados al dirigirse a mercados más concretos. Es cierto que el servicio que Uber (y las demás) ofrece puede ser ilegal, dado que no dejan de ser particulares ofreciendo un servicio de transporte, sin embargo lo que está de fondo es una discusión sobre un mercado en el que, de entrada, con o sin Uber, es muy injusto competir.
Por supuesto, el transporte es un sector que al estado le interesa intervenir porque puede tener injerencia en temas de interés público como la seguridad o la movilidad, premisa que no justifica la existencia de los denominados cupos o al menos no en esa forma tan inelástica que castiga a propietarios, conductores y usuarios, beneficiando únicamente al gobierno de turno, ¿no sería mejor entonces orientar el debate hacia ese lado?
Equilibrar la cancha del lado de los taxis pareciera ser una salida sostenible, el grueso de las personas prefiere pagar un poco más por un servicio mejor, entonces ¿por qué no pensamos en hacerle la vida más fácil al taxi para que pueda ser más competitivo?
El gobierno del cambio no se puede transformar en el gobierno del retroceso, si quedaron electos con una agenda progresista tendría sentido que su actuar fuera orientada justamente hacia allá, hacia el progreso; finalmente ningún mandatario uribista se atrevió a hacerle frente al dictatorial gremio de taxistas, esperemos que esta vez si podamos finiquitar este tema.