Con el paso de los años y de la mano de los desarrollos industriales y tecnológicos los humanos se han ido separando de funciones y actividades que antes tenían que desarrollar por estar ligadas necesariamente a la supervivencia. El sacrificio de animales, las labores manuales, la educación infantil y juvenil, entre otros. Esta escisión ha llevado a tener grupos sociales separados de realidades humanas, a tal punto, de desconocerlas y posteriormente juzgarlas indebidamente.
Nos convertimos en una sociedad prejuiciosa en la que calificamos a las personas por su trabajo o las degradamos socialmente por su oficio. En un aspecto aún más radical, hemos generado unos arquetipos de comportamiento social, es decir, un grupo de conductas esperadas e idealizadas de lo que debe ser el comportamiento de un humano para ser socialmente aceptado. Por supuesto, este ser es infalible, cargado de una gran cantidad de virtudes y cero defectos. Es una persona amable, cordial, buen ciudadano, buen estudiante, gran hijo, padre y esposo excepcional, empresario ejemplar, abuelo amoroso y un político honrado.
Carece de defectos, no roba, no mata, no insulta, estricto en su sexualidad, no engaña, no estafa, obra en derecho y de acuerdo a la ley.
Construimos un ideal de comportamiento tan perfecto que se nos olvidó la esencia misma del ser humano así como su diversidad. Se nos olvidó cómo hemos evolucionado, borramos de tajo la clave del aprendizaje y el desarrollo. El error. Deshumanizamos tanto nuestros presupuestos sociales que la esencia misma de la humanidad quedó excluida. Somos radicales, implacables con los que yerran. Queremos el trato más drástico; no nos contentamos con el mero reproche, queremos retribución total. Hemos perdido tantos ojos que queremos dejar a todos sin dientes.
Salvo cuando el error lo comete un ser querido o uno mismo. Nuestros hijos y nosotros merecen segundas oportunidades, los demás no. Ahí cambiamos nuestro presupuesto de expectativas hipócritamente, volvimos a entender la naturaleza falible del ser humano pero fuimos tan implacables con los demás que ya no queda nadie que nos defienda. La crítica fue tan mordaz desde la barrera que en el ruedo solo nos queda la fé, la esperanza y unos cuantos seres, en realidad humanos, que confían en la inocencia y de haber errado, en una segunda oportunidad.
Nuestra sociedad está famélica por ausencia de segundas oportunidades. Muere de inanición por las degradaciones infrahumanas que hacemos de los que pecan. Creemos que los reclusos deben estar absolutamente aislados de la sociedad. Nos indignamos porque tengan una televisión, un libro, una camada cómoda o un ambiente carcelario en el cual puedan resocializarse. Pero nos hacemos los de la vista gorda con el hacinamiento, las condiciones de salud inconstitucionales y la rampante corrupción donde solo la violencia y el dinero reinan. Desconectamos los argumentos para omitir que la resocialización está necesariamente ligada a las tasas de reincidencia. Esto nos lleva al absurdo de pensar en la pena de muerte como la única solución mediocre a nuestros problemas.
Ese es nuestro nivel de desconexión con los supuestos básicos de la humanidad. Proscribir la vida y la libertad llamando a La Parca a solucionar nuestros problemas. Humanicemonos y creamos en la segundas oportunidades ya que muchas veces el arquetipo nos juzgará y seremos nosotros los que clamemos por un chance, por unos ojos bondadosos que nos extiendan una mano y no un juicio.
Juan José Castro Muñoz.
Abogado penalista.
Destacado: “Ese es nuestro nivel de desconexión con los supuestos básicos de la humanidad. Proscribir la vida y la libertad llamando a la Parca a solucionar nuestros problemas”.