El abogado penalista

Normalmente cuando al penalista le preguntan a qué se dedica, se encuentra con dos tipos de reacciones: personas que ven en su labor un acto loable y de mucha nobleza y otras que condenan su vocación con juicios de valor.

Lo que es cierto es que el penalista defiende causas que considera justas. Unas veces siendo el escudo de los ciudadanos sobre los que recae el poder punitivo del Estado y las miradas de reproche de la sociedad y en otras ocasiones representando los intereses de personas que consideran ser víctimas de un delito.

En cualquier escenario, al abogado le toca enfrentarse a diferentes dificultades: lo despojan de sus elementos de trabajo cuando entra a las instalaciones de la fiscalía, el tiempo que tiene para preparar sus casos no es el mismo que tiene su contraparte, cuando pide prorrogas lo tildan de dilatar, hacen audiencias en su ausencia, pero cuando es su cliente el interesado, exigen la presencia de su contradictor, le toca enfrentarse individualmente a múltiples actores del proceso penal, los jueces le hacen comentarios desobligantes y, en ocasiones, debe aceptar que lo comparen con sus clientes.

Lo anterior, sin mencionar lo agobiantes que pueden ser los pensamientos sobre lo que esta en juego diariamente y la dificultad propia del ejercicio de la profesión.

Esas condiciones habituales en el día a día del abogado penalista, la enorme responsabilidad que implica defender los intereses de los clientes y de sus familias y la pasión con la que se asume cada caso, hacen que los triunfos tengan un sabor especial.

Es por todo esto, que cuando al penalista le preguntan sí aceptaría representar a cualquier persona, como ocurre en la novela de Petre Bellu:“El defensor tiene la palabra”, en donde al lector le dan la oportunidad de pronunciarse sobre el crimen que cometió el protagonista luego de narrar la historia de su vida, es que cobra vida el defensor para proteger los derechos de su cliente.

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